Columna | Con Chile y con su nueva Constitución

Gerardo Pisarello

por Gerardo Pisarello,

Político, académico y jurista hispanoargentino

El pueblo chileno conquistó un proceso constituyente que entusiasma al mundo. Ahora es el momento de movilizarse y de defender el nuevo texto en el plebiscito del 4 de septiembre.

La nueva Constitución chilena, hija de un proceso que entusiasma al mundo, corre peligro. A simple vista esto resulta increíble. Después de varios años de intensa y por momentos heroica movilización en la calle. Después de un proceso constituyente literalmente arrancado por la presión popular a un gobierno adverso como el de Sebastián Piñera. Después de la elección de una Convención constitucional que, por voluntad ciudadana también, fue paritaria y dio voz a los pueblos originarios. Después de debates apasionantes sobre temas que muchas constituciones del mundo ni siquiera han tocado. Después de todo eso, la ratificación de la nueva Constitución corre peligro.

Corre peligro porque una parte de la sociedad no ve cuál es la importancia de ratificarla, una vez aprobada por amplias mayorías en la propia Convención. También por la fuerte campaña, plagada de confusión y desinformación deliberada, que las derechas y un sector del centro-izquierda han realizado en relación a sus contenidos. Pero la realidad es esa: si el próximo 4 de septiembre no se produce una movilización ciudadana que lo impida, una de las constituciones más avanzadas y democráticamente elaborada de nuestro tiempo podría no ser ratificada en plebiscito.

Ante una situación de este tipo, hay múltiples razones para que las y los demócratas del mundo se impliquen en esta campaña y hagan pedagogía contra la resignación y a favor del nuevo texto. Una es decisiva: sería la única manera de impedir en lo inmediato la supervivencia y la rehabilitación de la Constitución de Pinochet, símbolo de un tiempo que no puede regresar.

Un proceso constituyente conquistado por la movilización social

Como toda Constitución, la nueva Constitución chilena es imperfecta. Pero basta con leerla con mirada limpia para advertir que sus virtudes sobrepasan por lejos a sus defectos. Las diferencias con la Constitución pinochetista son notorias. Se nota en el espacio dado a la participación popular, ciudadana. Se nota en su abierto rechazo a la impunidad de la tortura, la desaparición forzada, el genocidio, o los crímenes de lesa humanidad. Se nota en su compromiso con los derechos humanos en general, y con los derechos sociales a la vivienda, a la salud, a la educación, a pensiones dignas, en particular.

A diferencia de lo que ha ocurrido en España con el franquismo, sectores amplios de la sociedad chilena –sus estudiantes, sus mujeres, sus clases populares– decidieron en 2019 que era posible y necesario romper con ciertas herencias de la dictadura. Por eso no se plantearon una reforma constitucional de mínimos, inepta para desactivar los múltiples cepos que juristas al servicio del régimen como Jaime Guzmán instalaron en la Constitución de 1980. Se movilizaron para ganar un nuevo proceso constituyente. Y no solo eso: consiguieron que se votara una Convención constitucional capaz de replantear, de manera profunda, las trucadas reglas de juego pergeñadas por la dictadura de Pinochet.

El proceso constituyente que ha dado lugar a la nueva Constitución chilena dista de ser perfecto. Pero ha sido uno de los más participativos y plurales en la historia reciente. Miles de personas, fuera y dentro de la Convención, se sintieron interpeladas por sus debates y sus propuestas. Y no fue sencillo que ello ocurriera. La Asamblea encargada de deliberar y de redactar el texto tuvo que hacerlo a menudo sin una institucionalidad favorable que por momentos prefirió boicotearla a acompañarla y dotarla de recursos.

Teniendo en cuenta estos precedentes, se entiende mejor que algunos convencionales vieran a la Convención más como un espacio de protesta, de resistencia a las agresiones del Estado, que como un ámbito en el que construir una nueva propuesta de convivencia para el país. Sea como fuere, lo admirable es que, a pesar de todos esos obstáculos, la Convención realizó un trabajo notable, en tiempo y forma, llegando mucho más lejos de lo que hubieran llegado una simple comisión de expertos o un reducido grupo de “padres refundadores” vinculados a las fuerzas políticas tradicionales.

Que la propia configuración de la Convención constitucional ha influido positivamente en el resultado final es algo que resulta innegable. Si la Convención no hubiera sido paritaria, es altamente improbable que los derechos de las mujeres, la equidad de género o los cuidados hubieran conseguido la centralidad que tienen en el texto final. Si la Convención no hubiera reservado escaños específicos a los pueblos originarios, es inimaginable que los derechos de quienes históricamente fueron humillados y marginados hubieran tenido el nivel de protección que el actual texto contempla. Si la Convención, por fin, no hubiera tenido una composición popular, ciudadana, tan nítida, hubiera sido imposible reemplazar al tradicional Estado subsidiario, neoliberal, por un Estado social con deberes en materia de regulación económica y con un claro compromiso con derechos sociales básicos en materia de trabajo, de salud, de educación, de vivienda.

Una Constitución rupturista, modernizadora y de vanguardia a la vez

El resultado final de todo esto ha sido una Constitución que es a la vez rupturista, continuista y de vanguardia. Rupturista, porque efectivamente traza un “nunca más” a la Constitución desplegada por el pinochetismo, con sus cepos neoliberales, autoritarios, y con sus ámbitos injustificadamente sustraídos al debate ciudadano. Continuista, en la medida en que después de décadas, saca a Chile de la excepcionalidad y lo sitúa a tono con el constitucionalismo social y democrático consolidado en la mayoría de países de América Latina y Europa. Y vanguardista porque muchas de sus decisiones fuertes –el reconocimiento del feminismo, del ecologismo, del respeto por los derechos de los pueblos originarios– no le hablan sólo a Chile sino que se dirigen a la humanidad y al conjunto del planeta.

No estamos, pues, ante una Constitución indefinida en su techo ideológico. Es una Constitución que busca que un genocidio como el perpetrado tras el golpe del 11 de septiembre de 1973 no se repita ni en Chile ni en ningún lugar del mundo. Es una Constitución social, que intenta poner límites, no solo al poder del Estado, sino también a los abusos de los poderes de mercado, en una tradición que va de la gran Constitución mexicana de 1917 a la mayoría de aprobadas en la segunda posguerra del siglo veinte: desde la italiana de 1947 a la portuguesa de 1976. Y es, junto a todo eso, una Constitución ecologista, feminista y plurinacional.

Su objetivo no es esconder estos principios ni mantenerlos fuera de “la sala de máquinas” del poder político y económico. La nueva Constitución busca que la permeen y que contribuyan a democratizarla. De ahí su compromiso con la descentralización regional y con la profundización de la participación popular, ciudadana, tanto en el ámbito público como en el privado.

Obviamente, que esto se cumpla o no, depende de factores sociales, económicos, institucionales, que van más allá de lo que la propia letra de la Constitución pueda estipular. Pero una cosa es innegable: si por ventura la humanidad decidiera dotarse de una Constitución mundial para las generaciones futuras, la nueva Constitución chilena debería ser una fuente de inspiración ineludible.

Las críticas de mala fe a la nueva Constitución 

Por eso, precisamente, cuesta tanto entender que su suerte corra peligro. Y por eso, también es imposible no rebelarse ante la tarea de demolición, a menudo de mala fe, a la que algunos sectores están sometiendo al nuevo texto. La lectura de ciertos periódicos chilenos, de determinados comentarios en las redes, de algunas lamentables declaraciones de opinadores, como Vargas Llosa o Cayetana Álvarez de Toledo, suscitan vergüenza ajena. Que si con la nueva Constitución se expropiarán los ahorros de la ciudadanía. Que si impedirá a la justicia realizar su tarea con independencia. Que si el reconocimiento de derechos a los pueblos originarios –históricamente maltratados, ignorados, empobrecidos– implica concederles “privilegios inaceptables”.

A estos ataques, con frecuencia basados en la desinformación y la confusión, se añade la afirmación gratuita de que el rechazo a la nueva Constitución permitiría conseguir un texto mejor. Según este argumento, siempre sería posible impulsar un nuevo proceso constituyente o reformar la Constitución pinochetista desde el propio poder legislativo.

Lo cierto, sin embargo, es que esta manera de presentar las cosas es falaz en muchos aspectos. Primero, porque si la Constitución no fuera aprobada, es difícil ver a la sociedad chilena, exhausta después de años de movilización y de un debate público intenso, embarcarse en un nuevo proceso constituyente con el esfuerzo anímico, institucional y político que ello supondría. Y segundo, porque es igualmente difícil que esa sociedad que dejó claro que no quería mantener ni maquillar la Constitución de Pinochet vaya a aceptar una reforma de mínimos acordada por ciertos partidos y personajes que se negaron a impulsar estos cambios en el pasado. Ahí está, como ejemplo, el boicot que diferentes sectores de la derecha plantearon a la propuesta de nueva Constitución impulsada por la ex presidenta, Michele Bachelet.

En un contexto así, no bajar los brazos e implicarse en un último esfuerzo de pedagogía y de movilización para ganar el plebiscito, aunque sea por la mínima, es la única actitud realista. No se trata de prometer una victoria aplastante del apruebo que en estos momentos se antoja inverosímil. Tampoco de pretender que un resultado favorable eximiría al Gobierno de persuadir y convencer a muchos de los que hoy perciben al texto actual como una amenaza o como algo simplemente innecesario. Se trata, sencillamente, de espolear la necesidad del apruebo a partir de algunos argumentos simples, pero incontestables. Uno, que la sociedad chilena tiene muchas razones para sentirse orgullosa de un texto vanguardista que está lanzando mensajes innovadores y de esperanza tanto a Chile como al mundo entero. Dos, que contra lo que plantean las campañas de desinformación y ciertos análisis maliciosos, el grueso de las previsiones contenidas en la nueva Constitución no responde a ningún programa maximalista, dirigido a acabar con la pequeña propiedad o a romper a la sociedad chilena, sino que reproduce el contenido de muchas constituciones modernas que no han causado descalabro social alguno. Y sobre todo que, si la Constitución se rechaza, el principal beneficiario será el pinochetismo político y sociológico que espera agazapado su momento de revancha.

Un último esfuerzo constituyente 

Para que esta pedagogía resulte creíble e incentive la movilización, sería fundamental que las diferentes administraciones progresistas y de izquierdas del país, sin poner en entredicho su neutralidad o prescindencia en la campaña, pongan en marcha reformas y políticas sociales concretas (como la reciente sobre la gratuidad en materia de salud) que muestren que mucho de lo que la nueva Constitución promete puede comenzarse a aplicar aquí y ahora. Eso ayudaría a que la ciudadanía advirtiera que una Constitución no es una varita mágica que resuelve por sí sola todos los problemas, pero tampoco algo menor de lo que pueda desentenderse.

Si la ciudadanía reacciona y realiza un último esfuerzo, las luchas por el proceso constituyente, el trabajo de la Convención y la Constitución como tal se convertirían en un emblema democrático para Chile. Y no solo eso: se reafirmaría la idea de que la Constitución chilena le habla al mundo, incorporando contenidos inspiradores incluso para una cada vez más impostergable Constitución del planeta tierra. No es fácil, desde luego. Pero nadie dijo que remover privilegios y ampliar la democracia lo sería. Lo fundamental, como siempre, es creer que es posible, valorar el heroico esfuerzo de quienes sacrificaron su vida, su tiempo, para llegar hasta aquí, y ponerse manos a la obra desde donde cada uno pueda. Con el pueblo de Chile y con su nueva Constitución.

Fuente: CTXT

Ir al contenido