Columna | En Chile hay una nueva esperanza tras la regresión autoritaria

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por Claudio Nash,

doctor en derecho y académico de la Facultad de derecho de la Universidad de Chile.

Chile se ha visto a sí mismo, durante décadas, como un país “distinto” ubicado en un “mal barrio” (América Latina). En octubre de 2019, el entonces presidente Sebastián Piñera lo definió como un “oasis”. Nueve días después de esas declaraciones, un alza marginal en el pasaje del transporte público derivó en una revuelta social. Durante meses el pueblo chileno puso en jaque no solo al gobierno de turno, sino todo el modelo vigente desde la dictadura de Augusto Pinochet, que terminó en 1990.

“No son 30 pesos, son 30 años”, fue la frase más repetida en aquellas jornadas.

Esa revuelta permitió iniciar cambios históricos y hoy Chile vuelve a ser visto con esperanza. Un proceso constituyente en curso y un nuevo gobierno, encabezado por Gabriel Boric, son expresiones del triunfo ciudadano sobre la violencia impuesta por Sebastián Piñera. Sin embargo, los años que vienen estarán marcados por la tensión entre demandas de transformación profunda del modelo imperante en Chile y un legado autoritario con fuerzas dispuestas a resistir esos cambios.

El filósofo Antonio Gramsci hablaba de un momento liminar: cuando el viejo modelo cae, pero el nuevo aún no se concreta y aparecen los monstruos. Llegar a él implica un largo y duro caminar.

No olvidemos que la respuesta del gobierno electo democráticamente de Piñera frente a la revuelta de 2019 fue propia de una dictadura: militares disparando contra civiles desarmados, la Policía deteniendo y golpeando a miles de personas que se manifestaban pacíficamente, cientos de denuncias de torturas y vejámenes sexuales. El estallido social chileno siempre estará asociado al uso indiscriminado y criminal de escopetas de perdigones, bombas lacrimógenas y armas químicas por parte de las fuerzas estatales, que dejaron cerca de 500 víctimas con daño ocular, incluidas Gustavo Gatica y Fabiola Campillai, quienes quedaron con ceguera permanente.

“Regalé mis ojos para que la gente despierte”, fue la frase de Gatica luego de ser cegado por la Policía.

A partir de marzo de 2020, la pandemia de COVID-19 se transformó en un acelerante del autoritarismo en ciernes. La población tuvo que encerrarse para cuidar su salud y las protestas sociales se detuvieron; pero estas restricciones de derechos, necesarias para enfrentar la crisis sanitaria, fueron usadas por el gobierno para adoptar medidas que concentraban el poder del Ejecutivo, como instaurar un toque de queda durante 18 meses. Los militares poblaron las calles y se cubrió con un manto de impunidad las violaciones de derechos humanos. Los tribunales se abstuvieron de controlar las medidas sanitarias y el Parlamento dejó de fiscalizar los actos del gobierno y apoyó los estados de excepción constitucional.

Otros ejemplos de la regresión autoritaria chilena son la situación del pueblo mapuche y la crisis migratoria. En febrero de 2021 se implementaron patrullajes conjuntos de policías y militares en Wallmapu, la zona de mayor conflicto entre el Estado y comunidades mapuche. En octubre de ese año, el gobierno decretó un estado de excepción constitucional de emergencia para el territorio mapuche a fin de mantener al Ejército en labores represivas en el sur del país.

En el norte, la respuesta de las autoridades ante el aumento de la migración, sobre todo provocado por el masivo éxodo venezolano, ha sido la misma: se aprobaron leyes represivas y se dejó en manos militares la solución de un tema humanitario. La respuesta autoritaria fue la única fórmula que ofreció el gobierno neoliberal chileno para enfrentar las demandas sociales.

La herencia política de Piñera ha sido fortalecer a una derecha que sigue los postulados del expresidente estadounidense Donald Trump y el presidente brasileño, Jair Bolsonaro. Esto pudo verse en el proceso electoral del año pasado en el que Boric fue elegido presidente: la derecha, representada por el candidato José Antonio Kast, se refugió tras una narrativa autoritaria y antiderechos que buscaba restaurar el orden impuesto por la dictadura.

Afortunadamente, ya no estamos en septiembre de 1973 y para imponer un modelo económico, político y social no es necesario un golpe de Estado como el que sufrió el entonces presidente Salvador Allende. Sin embargo, la represión, la criminalización del movimiento social, un discurso cada vez más agresivo e ideologizado, y las violaciones a los derechos humanos para defender el modelo neoliberal recuerdan demasiado a aquellos tiempos.

Por ello, lidiar con este discurso autoritario será un enorme desafío para el nuevo presidente, que coexiste con un Senado en el que la derecha representa 50% y una Cámara de Diputados en la que, unida a las fuerzas políticas de centro más conservadoras, es mayoría. Una clara muestra de estas tensiones y la fuerza del autoritarismo instalado es que el nuevo gobierno decretó este lunes 17 un nuevo estado de emergencia en las provincias de Arauco y Biobío para frenar la violencia, aunque como presidente electo Boric había prometido no hacerlo.

Las transformaciones que el pueblo de Chile demandó en las calles y en las urnas requieren cambios de fondo al modelo económico, social y político y eso implica tocar los intereses de la élite. Avanzar en estos cambios requerirá compromiso político y una fuerte movilización social. En definitiva, más y mejor participación vuelve a ser la fórmula para democratizar la democracia.

Este es el país que recibe la nueva generación de políticos que asumió el gobierno el pasado 11 de marzo, la misma que lideró las movilizaciones estudiantiles del 2011 y que movió los límites de lo posible. El nuevo Ejecutivo representa el lado esperanzador de estos convulsos años en Chile, pero es evidente que llegar al gobierno no implica, necesariamente, haber llegado al poder. Los símbolos ayudan, pero no son suficientes.

En paralelo, por primera vez en la historia chilena se redacta una nueva Constitución por medio de una Convención Constitucional democrática, paritaria y con representación de los pueblos originarios. En este proceso constituyente, surgido de las movilizaciones de 2019, se juega la mayor redistribución del poder en los últimos 200 años en Chile. “Nunca más sin los pueblos”, es uno de los lemas que acompaña la nueva carta fundamental.

Los empresarios y políticos conservadores lo saben y están haciendo lo posible por sabotear a la Convención Constitucional mediante una permanente campaña de desprestigio en redes sociales y medios de comunicación, incluso incurriendo en “discursos de odio” y ataques racistas contra la expresidenta de la Convención, Elisa Loncon.

El “oasis” del que se ufanaba Piñera en 2019 parece que estaba contaminado, pero aún hay esperanza de limpiarlo y hacerlo accesible para los pueblos de Chile, no solo para una pequeña élite.

Fuente: Washington Post

 

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